*NANO*
Clan Leader
En el periodo de posguerra, BMW necesitaba un modelo icónico que hiciera resurgir la marca, algo debilitada tras la destrucción de gran parte de sus fábricas. Este hecho hizo que su gama de modelos se viese reducida hasta tal punto que no contaba con versiones de volumen.
Es en 1954 cuando Max Hoffman convenció a la firma alemana para que fabricase el coche de la prueba, el BMW 507. La influencia de este austriaco que emigró a Nueva York en busca de oportunidades era legendaria -era mucho más que un importador de automóviles europeos-; lograría que BMW fabricara un automóvil que llenaría el hueco existente entre el costoso Mercedes 300 SL y los pequeños roadsters británicos de la talla de MG y Triumph.
El siguiente paso fue poner en contacto a la marca con Albrecht Goertz, al que le encargaron el diseño de la carrocería, realizada totalmente en aluminio, para un roadster biplaza de líneas elegantes y deportivas.
En el apartado mecánico el propulsor elegido para el 507 fue un V8 de 3.200 cc, alimentado por dos carburadores de doble cuerpo, que desarrollaba una potencia de 150 CV. Estaba asociado a una caja de cambios manual ZF de cuatro velocidades y la tracción se transmitía a las ruedas traseras. Sus prestaciones eran destacadas gracias a su buena relación peso/potencia; la velocidad máxima superaba los 220 km/h, mientras que la aceleración de 0 a 100 km/h estaba por debajo de los 9 segundos.
Un año más tarde, en el verano de 1955, el coche se vio por primera vez en un espacio acorde a su categoría, presentándose en el hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, aunque no fue hasta septiembre cuando se presentó oficialmente en el Salón del automóvil de Frankfurt. Fue en noviembre de 1956 cuando se inició su comer comercialización, finalizando ésta en diciembre de 1959 tras 254 unidades producidas.
Elvis Presley, con uniforme militar, posa con un BMW 507.
Como curiosidad, Elvis Presley tuvo dos BMW 507: el primero lo compró mientras estaba sirviendo en el ejército de los Estados Unidos en Alemania (lo hizo pintar de rojo para que no aparecieran las marcas de lápiz de labios de sus admiradoras); el segundo fue donado más tarde a Ursula Andress. BMW restauró el primero en 2016, con resultados espectaculares.
Prueba del BMW 507
Cuando supe que iba a poder probar un BMW 507, no era consciente de que iba a ponerme al volante del coche más antiguo y caro de todos cuantos había probado en mi vida.
Conocía los datos principales del coche y lo había visto años atrás en el museo BMW, en Múnich, pero previo al contacto comencé a indagar en la historia del modelo y a leer pruebas de conducción, aunque de estas últimas no encontré apenas información.
Llega el día de la prueba. Sin haber pegado ojo la noche anterior, me persono media hora antes en el sitio acordado. Lo cierto es que tengo suerte y la unidad se encuentra allí, esperándome, para poder observar deteniéndome en cada uno de sus detalles. Lo había visto en cientos de fotos durante la última semana, pero iba a poder tocarlo, abrir la puerta para sentarme en él y, lo mejor de todo, ¡conducirlo! Y lo pongo entre exclamaciones para reflejar mi excitación, porque no creo que vuelva a poder ponerme al volante de una unidad tan cuidada como esa que supera los dos millones y medio de euros.
En vivo las proporciones son correctas; más grandes de lo que recordaba. El frontal es majestuoso; porta un morro muy largo que define toda su personalidad en el capó, que está rematado con un embellecedor cromado y flanqueado por las ondulaciones de los extremos que acaban en unos faros circulares. Equipa elementos cromados como la calandra, el paragolpes, los retrovisores y el marco del parabrisas, otorgándole el punto elegante a la carrocería.
Por su parte, el lateral es la parte que más me gusta del coche, y es, en parte, porque ha marcado el camino al resto de roadsters que ha comercializado BMW hasta la actualidad. Como ocurre con el Z3, Z4 y Z8, el morro es muy largo y la posición de conducción es muy baja y retrasada. La rejilla de aire en la aleta delantera con el logo pone un toque de deportividad, a la vez que establece lo que ha sido de identidad de alguno de los modelos más deportivos de la marca.
Por último cabe señalar la trasera, que es baja, ancha y con los hombros algo más altos y redondeados, brindándole mucha elegancia al conjunto de la carrocería. Los pilotos, el paragolpes cromado y las salidas de escape aportan la deportividad a la zaga. Por cierto, opcionalmente se ofrecía un techo duro que muy pocas unidades equipan.
Al interior accedo abriendo la pequeña, aunque ancha, puerta y quedo gratamente sorprendido por el espacio y la comodidad que ofrece siendo un roadster de los años 50. Sus asientos son amplios y mullidos, pero me resulta extraño no poder apoyarme en el reposacabezas.
El salpicadero es sencillo y está formado por una gran pieza en negro brillo en la que destacan los botones y pulsadores en color blanco hueso, que van a juego con el pomo de la palanca de cambios y el volante. Éste es grande y tras él encontramos tres esferas de instrumentación: la de la izquierda es la de la velocidad, la de la derecha indica las revoluciones y la que se aloja en el centro, y con menos tamaño, es un reloj.
Llega el momento de arrancar ese V8 y los nervios me hacen algo más difícil insertar la llave junto a la columna de dirección. Una vez conseguido, la giro y de forma casi instantánea emite un bramido que me pone los pelos de punta, siendo muy similar su sonido de motor al de los muscle car americanos. Espero unos segundos y piso el pedal del embrague, que me resulta muy duro, a la vez que inserto las marchas para familiarizarme con la caja de cambios. El selector, aunque también resulta duro, es más preciso de lo que me imaginaba; eso sí, requiere algo de tiempo, para lo que hay que practicar en orden de marcha.
Antes de comenzar coloco los espejos a mi gusto y compruebo que tengo un X5 detrás de mí, y es que el BMW 507 que voy a probar es propiedad de la marca, una unidad que recientemente ha sido restaurada por BMW Classic. Una pareja de bávaros va a ir pegado a la trasera, vigilando mis movimientos y avisándome ante cualquier mal uso o posible problema mecánico; y es que cualquier precaución es poca teniendo en cuenta que la unidad supera con creces la imponente cifra de dos millones de euros.
Con un nerviosismo adicional por esta escolta tan especial meto la primera, levanto suavemente el pedal del embrague e inicio la marcha con el alivio de no habérseme calado. Fijo las revoluciones en 2.000 y disfruto del tacto del motor con sus 8 cilindros en V que mueve con mucha soltura su carrocería de aluminio. Acelero hasta las 4.000 rpm y descubro ahí el mejor sonido del propulsor, además de comprobar que las prestaciones son buenas a día de hoy, y no llega en ningún momento a entorpecer el tráfico en carreteras nacionales. Eso sí, no es un deportivo, pero conjuga perfectamente la deportividad con el confort de marcha. A esto último favorece enormemente la suspensión, que aunque es firme resulta muy cómoda.
La dirección es precisa, pero me cuesta adaptarme a conducir con un volante tan grande y fino (comparado con los de hoy en día) sin ningún tipo de asistencia.
Tras un par de cruces y unas cuantas más rotondas me deslizo por una carretera a la derecha de un embalse y noto por primera vez la conexión con el coche. Mi mente en blanco, mis vellos de punta, la melena al viento y mi corazón al ritmo de las revoluciones de los 8 cilindros en V. En ese momento cuando entiendo la magia del coche y el placer máximo de conducirlo.
Pero lo bueno dura poco, y por radio me indican que es hora de detenerme en la próxima gasolinera donde nos espera el camión grúa que lo devolverá al museo de dónde ha salido para que yo condujera semejante obra de arte y no lo olvidara nunca.

Es en 1954 cuando Max Hoffman convenció a la firma alemana para que fabricase el coche de la prueba, el BMW 507. La influencia de este austriaco que emigró a Nueva York en busca de oportunidades era legendaria -era mucho más que un importador de automóviles europeos-; lograría que BMW fabricara un automóvil que llenaría el hueco existente entre el costoso Mercedes 300 SL y los pequeños roadsters británicos de la talla de MG y Triumph.

El siguiente paso fue poner en contacto a la marca con Albrecht Goertz, al que le encargaron el diseño de la carrocería, realizada totalmente en aluminio, para un roadster biplaza de líneas elegantes y deportivas.
En el apartado mecánico el propulsor elegido para el 507 fue un V8 de 3.200 cc, alimentado por dos carburadores de doble cuerpo, que desarrollaba una potencia de 150 CV. Estaba asociado a una caja de cambios manual ZF de cuatro velocidades y la tracción se transmitía a las ruedas traseras. Sus prestaciones eran destacadas gracias a su buena relación peso/potencia; la velocidad máxima superaba los 220 km/h, mientras que la aceleración de 0 a 100 km/h estaba por debajo de los 9 segundos.
Un año más tarde, en el verano de 1955, el coche se vio por primera vez en un espacio acorde a su categoría, presentándose en el hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, aunque no fue hasta septiembre cuando se presentó oficialmente en el Salón del automóvil de Frankfurt. Fue en noviembre de 1956 cuando se inició su comer comercialización, finalizando ésta en diciembre de 1959 tras 254 unidades producidas.

Elvis Presley, con uniforme militar, posa con un BMW 507.
Como curiosidad, Elvis Presley tuvo dos BMW 507: el primero lo compró mientras estaba sirviendo en el ejército de los Estados Unidos en Alemania (lo hizo pintar de rojo para que no aparecieran las marcas de lápiz de labios de sus admiradoras); el segundo fue donado más tarde a Ursula Andress. BMW restauró el primero en 2016, con resultados espectaculares.
Prueba del BMW 507
Cuando supe que iba a poder probar un BMW 507, no era consciente de que iba a ponerme al volante del coche más antiguo y caro de todos cuantos había probado en mi vida.

Conocía los datos principales del coche y lo había visto años atrás en el museo BMW, en Múnich, pero previo al contacto comencé a indagar en la historia del modelo y a leer pruebas de conducción, aunque de estas últimas no encontré apenas información.
Llega el día de la prueba. Sin haber pegado ojo la noche anterior, me persono media hora antes en el sitio acordado. Lo cierto es que tengo suerte y la unidad se encuentra allí, esperándome, para poder observar deteniéndome en cada uno de sus detalles. Lo había visto en cientos de fotos durante la última semana, pero iba a poder tocarlo, abrir la puerta para sentarme en él y, lo mejor de todo, ¡conducirlo! Y lo pongo entre exclamaciones para reflejar mi excitación, porque no creo que vuelva a poder ponerme al volante de una unidad tan cuidada como esa que supera los dos millones y medio de euros.

En vivo las proporciones son correctas; más grandes de lo que recordaba. El frontal es majestuoso; porta un morro muy largo que define toda su personalidad en el capó, que está rematado con un embellecedor cromado y flanqueado por las ondulaciones de los extremos que acaban en unos faros circulares. Equipa elementos cromados como la calandra, el paragolpes, los retrovisores y el marco del parabrisas, otorgándole el punto elegante a la carrocería.
Por su parte, el lateral es la parte que más me gusta del coche, y es, en parte, porque ha marcado el camino al resto de roadsters que ha comercializado BMW hasta la actualidad. Como ocurre con el Z3, Z4 y Z8, el morro es muy largo y la posición de conducción es muy baja y retrasada. La rejilla de aire en la aleta delantera con el logo pone un toque de deportividad, a la vez que establece lo que ha sido de identidad de alguno de los modelos más deportivos de la marca.
Por último cabe señalar la trasera, que es baja, ancha y con los hombros algo más altos y redondeados, brindándole mucha elegancia al conjunto de la carrocería. Los pilotos, el paragolpes cromado y las salidas de escape aportan la deportividad a la zaga. Por cierto, opcionalmente se ofrecía un techo duro que muy pocas unidades equipan.
Al interior accedo abriendo la pequeña, aunque ancha, puerta y quedo gratamente sorprendido por el espacio y la comodidad que ofrece siendo un roadster de los años 50. Sus asientos son amplios y mullidos, pero me resulta extraño no poder apoyarme en el reposacabezas.

El salpicadero es sencillo y está formado por una gran pieza en negro brillo en la que destacan los botones y pulsadores en color blanco hueso, que van a juego con el pomo de la palanca de cambios y el volante. Éste es grande y tras él encontramos tres esferas de instrumentación: la de la izquierda es la de la velocidad, la de la derecha indica las revoluciones y la que se aloja en el centro, y con menos tamaño, es un reloj.

Llega el momento de arrancar ese V8 y los nervios me hacen algo más difícil insertar la llave junto a la columna de dirección. Una vez conseguido, la giro y de forma casi instantánea emite un bramido que me pone los pelos de punta, siendo muy similar su sonido de motor al de los muscle car americanos. Espero unos segundos y piso el pedal del embrague, que me resulta muy duro, a la vez que inserto las marchas para familiarizarme con la caja de cambios. El selector, aunque también resulta duro, es más preciso de lo que me imaginaba; eso sí, requiere algo de tiempo, para lo que hay que practicar en orden de marcha.
Antes de comenzar coloco los espejos a mi gusto y compruebo que tengo un X5 detrás de mí, y es que el BMW 507 que voy a probar es propiedad de la marca, una unidad que recientemente ha sido restaurada por BMW Classic. Una pareja de bávaros va a ir pegado a la trasera, vigilando mis movimientos y avisándome ante cualquier mal uso o posible problema mecánico; y es que cualquier precaución es poca teniendo en cuenta que la unidad supera con creces la imponente cifra de dos millones de euros.

Con un nerviosismo adicional por esta escolta tan especial meto la primera, levanto suavemente el pedal del embrague e inicio la marcha con el alivio de no habérseme calado. Fijo las revoluciones en 2.000 y disfruto del tacto del motor con sus 8 cilindros en V que mueve con mucha soltura su carrocería de aluminio. Acelero hasta las 4.000 rpm y descubro ahí el mejor sonido del propulsor, además de comprobar que las prestaciones son buenas a día de hoy, y no llega en ningún momento a entorpecer el tráfico en carreteras nacionales. Eso sí, no es un deportivo, pero conjuga perfectamente la deportividad con el confort de marcha. A esto último favorece enormemente la suspensión, que aunque es firme resulta muy cómoda.
La dirección es precisa, pero me cuesta adaptarme a conducir con un volante tan grande y fino (comparado con los de hoy en día) sin ningún tipo de asistencia.

Tras un par de cruces y unas cuantas más rotondas me deslizo por una carretera a la derecha de un embalse y noto por primera vez la conexión con el coche. Mi mente en blanco, mis vellos de punta, la melena al viento y mi corazón al ritmo de las revoluciones de los 8 cilindros en V. En ese momento cuando entiendo la magia del coche y el placer máximo de conducirlo.
Pero lo bueno dura poco, y por radio me indican que es hora de detenerme en la próxima gasolinera donde nos espera el camión grúa que lo devolverá al museo de dónde ha salido para que yo condujera semejante obra de arte y no lo olvidara nunca.
