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9-Ares
Me encontraba estacionado en la esquina opuesta de la exposición de Mónaco Motors, sentado en el Mercedes, mientras esperaba la inminente aparición de Sébastien y Philippe a las inmediaciones del concesionario, tal y como habíamos acordado horas antes.
Escuchaba Go your own way de Fleetwood Mac, cuando, a diez minutos para la medianoche, aparecieron en la lejanía los focos amarillos de la Renault Master, con Sébastien a los mandos y Philippe de copiloto.
Saqué la llave del contacto, lo que produjo el apagado automático del equipo multimedia, y bajé del coche para dirigirme a la puerta izquierda de la furgoneta, que aparcó a dos plazas de distancia. Me apoyé en el marco de la ventana, saqué un cigarro para mí y les ofrecí otro a mis camaradas.
—No fumo, Michel, gracias.
—¿No fumas, Phil?
—No fumo tabaco, quería decir —A lo que Sébastien empezó a reírse.
—j*der. A este ritmo no llegáis a la jubilación.
—¡Eh! ¡Un respeto chaval! —Sébastien me propinó una ligera colleja.
—Tranquilo abuelo, que te va a dar un infarto —le repliqué—. Y bien, ¿cuál es el plan?
—Pues muy sencillo. Hemos visto que el acceso por el tejado es bastante asequible. Mira el mapa, lo verás más claro —Me acercó su teléfono móvil, en el que se mostraba una vista aérea del lugar.
—Entiendo que quieres entrar por un tragaluz.
—Así es. Y Phil ha investigado un poco y ha descubierto que el sistema de alarma solo está conectado a las puertas.
—Pues por alguna tengo que sacar a Ares.
—Según Phil, el sistema es bastante primitivo, ¿no es así camarada?
—¡Hasta un niño podría petarlo! —exclamó Philippe.
—Así que la idea es entrar por el tejado, y una vez localizado Ares, dirigirse a la alarma, para que Phil la pueda inhabilitar. Una vez desactivada, podremos salir por la puerta principal. Y con el coche en la calle, huirás dirección a Levens.
—¿Y vosotros?
—Yo intentaré cubrirte las espaldas con el S63. Y Phil se marchará con la Renault a casa, si no surge ningún contratiempo.
—Vaya reliquia te ha tocado, Tío Phil.
—¡Y yo encantado de poder intimar con Jacqueline!
—Bueno, Michel, dame las llaves del Mercedes y procedamos.
Sébastien salió de la furgoneta, cogió una mochila negra que había dejado en el suelo de la misma, se la cargó a la espalda, tiró lo que quedaba de cigarro al suelo, y empezamos a andar a paso ligero en dirección a la Rue Baron de Sainte-Suzanne, la calle de atrás del concesionario. Los dos íbamos ataviados con vestimenta oscura y calzado cómodo, para mimetizarnos con la noche.
—¿Que llevas en esa vieja mochila?
—Los dos walkies, que nos permitirán hablar con un tercero que tiene Phil. Y un par de cuerdas y arneses.
—¿Nos tendremos que descolgar?
—No lo creo. Por el ala oeste, los tejados tienen alturas parecidas. Pero he traído el equipo por si nos hiciera falta.
—¿Y para acceder al interior?
—Hace años entré, y, si no ha cambiado, en la planta superior guardan coches de clientes. Ese tipo de garaje en la buhardilla no es de techo alto.
—Estupendo —sentencié—. A trabajar.
Llegamos al número tres de la citada calle. Una antigua puerta de madera pintada en tono ocre daba acceso a la finca que tenía el tejado más alto, ya que la calle, y por consiguiente las construcciones, tenían pendiente hacia el puerto. Sébastien sacó de la mochila una pequeña ganzúa plegable, a modo de navaja multiusos, con diferentes terminales, que le permitió abrir la puerta en menos de veinte segundos.
—Vamos, subamos al tejado, Michel.
Subimos por las escaleras las tres plantas de altura que nos separaban del tejado, y con el máximo sigilo posible llegamos a la puerta que impedía el acceso al mismo, la cual ofreció en manos de Sébastien la misma resistencia que la de la portería. Salimos de nuevo al exterior, y caminamos con cautela entre las tejas, hasta que nos colocamos justo enfrente del edificio del concesionario.
—Espera, Michel —Me agarró del hombro para detenerme de forma abrupta.
—¿Qué ocurre, Séb?
—Mira que vistas tan maravillosas de Mónaco.
—¡No me jodas! Mira en esa mochila a ver si llevas una mesa, dos sillas y unas velas con candelabros dorados, y montamos una cena romántica… ¡Que estamos en medio de un robo!
—Un día echarás de menos estos momentos.
—Y a ti en ellos.
La altura hasta el tejado del concesionario, sin ser peligrosa, era lo bastante grande como para recorrerla de un salto. Así que Sébastien abrió la mochila, y en cuestión de segundos, aseguró la gruesa cuerda a un saliente. Ataviados con los arneses, descendimos por la pared hasta llegar a nuestro destino. Volvimos a guardar todo y nos situamos delante de una de las claraboyas. Sébastien esta vez sacó una pequeña pata de cabra, de unos cuarenta centímetros de longitud y punta plana, la cual hincó en la junta para hacer palanca.
—Ayúdame a tirar, Michel.
Los dos tiramos con fuerza hasta que la claraboya cedió a nuestro esfuerzo, y nos descubrió una altura de apenas dos metros hasta el interior del edificio.
—Paso yo primero, Séb.
—Te sigo —Y se adentró detrás de mí.
—Vaya con Mónaco Motors, lo que tienen por aquí guardado.
—¿Ahora sí que te paras a observar, eh?
—Esto sí que no se ve cada día. Pero tienes razón, bajemos por la rampa de acceso al taller. ¿Has traído el iPad?
—Sí, aquí está, encendido y marcando nuestra cercanía a Ares.
Descendimos al piso inferior y nos acercamos al F50, para comprobar que Ares era aquel biplaza descapotable de quinientos veinte caballos.
—¿Lo has llevado alguna vez, Michel?
—No Séb. Me voy a desvirgar esta noche.
—Comprueba que esté todo correcto mientras yo me acerco a la alarma.
Y Sébastien se metió en la oficina, lugar donde se encontraba el cuadro de la alarma. Lo abrió y le dictó por el walkie a Philippe unos códigos que este le había pedido, mientras yo, arrodillado a modo de súplica con las manos debajo del volante, intentaba despertar al dios olímpico de la guerra.
—¡Michel! ¡Phil ya ha desconectado la alarma, pero solo tenemos cinco minutos para salir! ¿Cómo lo llev...?—El rugido del V12 cortó cualquier intento de conversación con Sébastien—. j*der, ni Pavarotti entonaba tan bien.
—Ya estás con los romanticismos.
—Que quieres… soy un enamorado empedernido. Ven y ayúdame a desbloquear la apertura manual de la puerta.
—De acuerdo Séb. Mira, esas dos barras largas servirán para elevar la puerta del garaje.
Y en cuestión de segundos, la noche nos dio de nuevo la bienvenida.
—Corre, Michel. Sube al Ferrari y sal fuera, que yo cierro la puerta para que Phil pueda alarmar de nuevo el local. Su Alteza ya está avisada. ¡Nos vemos en Levens!
Seguí las órdenes recibidas y salí con el Ferrari F50 en busca de la autopista, no sin despertar la curiosidad de los pocos transeúntes que restaban despiertos a esas horas de la madrugada en Mónaco. Aun así, avancé con cierta rapidez para poder circular lo antes posible por carretera abierta. Decidí escabullirme con la nueva adquisición por la A8, pues, todo y ser de peaje, era la vía más rápida, y, si había algún aviso policial, yo ya estaría fuera de ella para cuando llegasen a interceptarme.
A los pocos minutos llegué a la incorporación de la autopista por la entrada cincuenta y siete. No había apenas tráfico, y sabía de la posición de los dos radares fijos, así que decidí emplearme a fondo para entregarlo lo antes posible. Bajé una marcha, engrané tercera velocidad, y el corazón italiano de la barchetta empezó a latir hasta subir de forma fugaz a cinco mil revoluciones por minuto. Pisé el acelerador y los quinientos veinte caballos procedentes del V12 atmosférico empezaron a galopar al unísono, con una fuerza abrumadora que lanzó al cavallino a velocidades ilegales en cuestión de segundos. Ocho mil trescientas vueltas, mano derecha al preciso cambio de rejilla, movimiento milimétrico hacia atrás de la empuñadura, ruido metálico y la cuarta velocidad engranada disparaba al deportivo por los túneles que atravesaban La Trinité, con la maravillosa banda sonora que proporcionaban los doce cilindros del refinado propulsor italiano, coordinados a la perfección en los rangos más altos de revoluciones. Y todo a techo descubierto. Ares, que apodo tan apropiado para semejante bestia.
La señal que indicaba la proximidad del peaje pasó como una exhalación a mi lado, y me obligó a reducir marchas de forma fugaz para evitar colisionar con la barrera, lo que propició que el motor lanzara sendas llamaradas por las preciosas salidas de escape. Me detuve en la desierta garita, lancé en la cesta los dos euros con cincuenta céntimos, y la barrera me dio vía libre para escabullirme por la M19, una pequeña carretera comarcal que unía los veinte kilómetros que me separaban de mi posición actual con Levens. Apenas pude disfrutar de quince minutos más de trayecto, pero fueron suficientes para elevar mi excitación a niveles que solo el placer sexual podía igualar. El F50 se mimetizaba con cada curva, y obedecía como una amante sumisa el ritmo que le exigía, y que cada vez era más alto. Pero estaba claro que él mandaba en esta relación, y jugaba conmigo a su antojo, ya que mis habilidades jamás estarían por encima de su bastidor. Era un Fórmula Uno legalizado para la vía pública.
A las dos y pocos minutos de la madrugada, llegué al garaje de Levens.
—Buenas noches, Michel.
—Buenas noches, Víctor. ¿No está Nasser?
—Al señor Bin Salman se le olvidó comentarte que seré yo el encargado de recepcionar los vehículos.
—De acuerdo. ¿Lo aparco al fondo el garaje?
—Por favor.
Y estacioné a Ares justo donde Víctor me había indicado.
Al momento, Sébastien hacía acto de presencia a bordo del S63 AMG. Me subí en el coche mientras mi socio saludaba al hombre de Nasser.
—Buenas noches, Víctor.
—¿Qué tal estás, Sébastien? Espero que estés disfrutando del S63 —comentó con cierto sarcasmo.
—No lo dudes. ¿Y sabes lo mejor de todo?
—¿Qué?
—Que el coche también está disfrutando en mis manos.
Y salimos a toda velocidad en medio de una nube de goma quemada, a la vez que observábamos por el retrovisor como Víctor se quedaba con la boca abierta sin opción a responder.
Me encontraba estacionado en la esquina opuesta de la exposición de Mónaco Motors, sentado en el Mercedes, mientras esperaba la inminente aparición de Sébastien y Philippe a las inmediaciones del concesionario, tal y como habíamos acordado horas antes.

Escuchaba Go your own way de Fleetwood Mac, cuando, a diez minutos para la medianoche, aparecieron en la lejanía los focos amarillos de la Renault Master, con Sébastien a los mandos y Philippe de copiloto.
Saqué la llave del contacto, lo que produjo el apagado automático del equipo multimedia, y bajé del coche para dirigirme a la puerta izquierda de la furgoneta, que aparcó a dos plazas de distancia. Me apoyé en el marco de la ventana, saqué un cigarro para mí y les ofrecí otro a mis camaradas.
—No fumo, Michel, gracias.
—¿No fumas, Phil?
—No fumo tabaco, quería decir —A lo que Sébastien empezó a reírse.
—j*der. A este ritmo no llegáis a la jubilación.
—¡Eh! ¡Un respeto chaval! —Sébastien me propinó una ligera colleja.
—Tranquilo abuelo, que te va a dar un infarto —le repliqué—. Y bien, ¿cuál es el plan?
—Pues muy sencillo. Hemos visto que el acceso por el tejado es bastante asequible. Mira el mapa, lo verás más claro —Me acercó su teléfono móvil, en el que se mostraba una vista aérea del lugar.

—Entiendo que quieres entrar por un tragaluz.
—Así es. Y Phil ha investigado un poco y ha descubierto que el sistema de alarma solo está conectado a las puertas.
—Pues por alguna tengo que sacar a Ares.
—Según Phil, el sistema es bastante primitivo, ¿no es así camarada?
—¡Hasta un niño podría petarlo! —exclamó Philippe.
—Así que la idea es entrar por el tejado, y una vez localizado Ares, dirigirse a la alarma, para que Phil la pueda inhabilitar. Una vez desactivada, podremos salir por la puerta principal. Y con el coche en la calle, huirás dirección a Levens.
—¿Y vosotros?
—Yo intentaré cubrirte las espaldas con el S63. Y Phil se marchará con la Renault a casa, si no surge ningún contratiempo.
—Vaya reliquia te ha tocado, Tío Phil.
—¡Y yo encantado de poder intimar con Jacqueline!
—Bueno, Michel, dame las llaves del Mercedes y procedamos.
Sébastien salió de la furgoneta, cogió una mochila negra que había dejado en el suelo de la misma, se la cargó a la espalda, tiró lo que quedaba de cigarro al suelo, y empezamos a andar a paso ligero en dirección a la Rue Baron de Sainte-Suzanne, la calle de atrás del concesionario. Los dos íbamos ataviados con vestimenta oscura y calzado cómodo, para mimetizarnos con la noche.
—¿Que llevas en esa vieja mochila?
—Los dos walkies, que nos permitirán hablar con un tercero que tiene Phil. Y un par de cuerdas y arneses.
—¿Nos tendremos que descolgar?
—No lo creo. Por el ala oeste, los tejados tienen alturas parecidas. Pero he traído el equipo por si nos hiciera falta.
—¿Y para acceder al interior?
—Hace años entré, y, si no ha cambiado, en la planta superior guardan coches de clientes. Ese tipo de garaje en la buhardilla no es de techo alto.
—Estupendo —sentencié—. A trabajar.
Llegamos al número tres de la citada calle. Una antigua puerta de madera pintada en tono ocre daba acceso a la finca que tenía el tejado más alto, ya que la calle, y por consiguiente las construcciones, tenían pendiente hacia el puerto. Sébastien sacó de la mochila una pequeña ganzúa plegable, a modo de navaja multiusos, con diferentes terminales, que le permitió abrir la puerta en menos de veinte segundos.

—Vamos, subamos al tejado, Michel.
Subimos por las escaleras las tres plantas de altura que nos separaban del tejado, y con el máximo sigilo posible llegamos a la puerta que impedía el acceso al mismo, la cual ofreció en manos de Sébastien la misma resistencia que la de la portería. Salimos de nuevo al exterior, y caminamos con cautela entre las tejas, hasta que nos colocamos justo enfrente del edificio del concesionario.
—Espera, Michel —Me agarró del hombro para detenerme de forma abrupta.
—¿Qué ocurre, Séb?
—Mira que vistas tan maravillosas de Mónaco.
—¡No me jodas! Mira en esa mochila a ver si llevas una mesa, dos sillas y unas velas con candelabros dorados, y montamos una cena romántica… ¡Que estamos en medio de un robo!
—Un día echarás de menos estos momentos.
—Y a ti en ellos.
La altura hasta el tejado del concesionario, sin ser peligrosa, era lo bastante grande como para recorrerla de un salto. Así que Sébastien abrió la mochila, y en cuestión de segundos, aseguró la gruesa cuerda a un saliente. Ataviados con los arneses, descendimos por la pared hasta llegar a nuestro destino. Volvimos a guardar todo y nos situamos delante de una de las claraboyas. Sébastien esta vez sacó una pequeña pata de cabra, de unos cuarenta centímetros de longitud y punta plana, la cual hincó en la junta para hacer palanca.
—Ayúdame a tirar, Michel.
Los dos tiramos con fuerza hasta que la claraboya cedió a nuestro esfuerzo, y nos descubrió una altura de apenas dos metros hasta el interior del edificio.
—Paso yo primero, Séb.
—Te sigo —Y se adentró detrás de mí.
—Vaya con Mónaco Motors, lo que tienen por aquí guardado.

—¿Ahora sí que te paras a observar, eh?
—Esto sí que no se ve cada día. Pero tienes razón, bajemos por la rampa de acceso al taller. ¿Has traído el iPad?
—Sí, aquí está, encendido y marcando nuestra cercanía a Ares.
Descendimos al piso inferior y nos acercamos al F50, para comprobar que Ares era aquel biplaza descapotable de quinientos veinte caballos.
—¿Lo has llevado alguna vez, Michel?
—No Séb. Me voy a desvirgar esta noche.
—Comprueba que esté todo correcto mientras yo me acerco a la alarma.
Y Sébastien se metió en la oficina, lugar donde se encontraba el cuadro de la alarma. Lo abrió y le dictó por el walkie a Philippe unos códigos que este le había pedido, mientras yo, arrodillado a modo de súplica con las manos debajo del volante, intentaba despertar al dios olímpico de la guerra.
—¡Michel! ¡Phil ya ha desconectado la alarma, pero solo tenemos cinco minutos para salir! ¿Cómo lo llev...?—El rugido del V12 cortó cualquier intento de conversación con Sébastien—. j*der, ni Pavarotti entonaba tan bien.
—Ya estás con los romanticismos.
—Que quieres… soy un enamorado empedernido. Ven y ayúdame a desbloquear la apertura manual de la puerta.
—De acuerdo Séb. Mira, esas dos barras largas servirán para elevar la puerta del garaje.
Y en cuestión de segundos, la noche nos dio de nuevo la bienvenida.
—Corre, Michel. Sube al Ferrari y sal fuera, que yo cierro la puerta para que Phil pueda alarmar de nuevo el local. Su Alteza ya está avisada. ¡Nos vemos en Levens!
Seguí las órdenes recibidas y salí con el Ferrari F50 en busca de la autopista, no sin despertar la curiosidad de los pocos transeúntes que restaban despiertos a esas horas de la madrugada en Mónaco. Aun así, avancé con cierta rapidez para poder circular lo antes posible por carretera abierta. Decidí escabullirme con la nueva adquisición por la A8, pues, todo y ser de peaje, era la vía más rápida, y, si había algún aviso policial, yo ya estaría fuera de ella para cuando llegasen a interceptarme.
A los pocos minutos llegué a la incorporación de la autopista por la entrada cincuenta y siete. No había apenas tráfico, y sabía de la posición de los dos radares fijos, así que decidí emplearme a fondo para entregarlo lo antes posible. Bajé una marcha, engrané tercera velocidad, y el corazón italiano de la barchetta empezó a latir hasta subir de forma fugaz a cinco mil revoluciones por minuto. Pisé el acelerador y los quinientos veinte caballos procedentes del V12 atmosférico empezaron a galopar al unísono, con una fuerza abrumadora que lanzó al cavallino a velocidades ilegales en cuestión de segundos. Ocho mil trescientas vueltas, mano derecha al preciso cambio de rejilla, movimiento milimétrico hacia atrás de la empuñadura, ruido metálico y la cuarta velocidad engranada disparaba al deportivo por los túneles que atravesaban La Trinité, con la maravillosa banda sonora que proporcionaban los doce cilindros del refinado propulsor italiano, coordinados a la perfección en los rangos más altos de revoluciones. Y todo a techo descubierto. Ares, que apodo tan apropiado para semejante bestia.

La señal que indicaba la proximidad del peaje pasó como una exhalación a mi lado, y me obligó a reducir marchas de forma fugaz para evitar colisionar con la barrera, lo que propició que el motor lanzara sendas llamaradas por las preciosas salidas de escape. Me detuve en la desierta garita, lancé en la cesta los dos euros con cincuenta céntimos, y la barrera me dio vía libre para escabullirme por la M19, una pequeña carretera comarcal que unía los veinte kilómetros que me separaban de mi posición actual con Levens. Apenas pude disfrutar de quince minutos más de trayecto, pero fueron suficientes para elevar mi excitación a niveles que solo el placer sexual podía igualar. El F50 se mimetizaba con cada curva, y obedecía como una amante sumisa el ritmo que le exigía, y que cada vez era más alto. Pero estaba claro que él mandaba en esta relación, y jugaba conmigo a su antojo, ya que mis habilidades jamás estarían por encima de su bastidor. Era un Fórmula Uno legalizado para la vía pública.
A las dos y pocos minutos de la madrugada, llegué al garaje de Levens.
—Buenas noches, Michel.
—Buenas noches, Víctor. ¿No está Nasser?
—Al señor Bin Salman se le olvidó comentarte que seré yo el encargado de recepcionar los vehículos.
—De acuerdo. ¿Lo aparco al fondo el garaje?
—Por favor.
Y estacioné a Ares justo donde Víctor me había indicado.

Al momento, Sébastien hacía acto de presencia a bordo del S63 AMG. Me subí en el coche mientras mi socio saludaba al hombre de Nasser.
—Buenas noches, Víctor.
—¿Qué tal estás, Sébastien? Espero que estés disfrutando del S63 —comentó con cierto sarcasmo.
—No lo dudes. ¿Y sabes lo mejor de todo?
—¿Qué?
—Que el coche también está disfrutando en mis manos.
Y salimos a toda velocidad en medio de una nube de goma quemada, a la vez que observábamos por el retrovisor como Víctor se quedaba con la boca abierta sin opción a responder.
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