Bimmer
Clan Leader
Vamos a hacer una prueba. Os voy a dejar aquí un "microrelato", aunque creo que de micro ya tiene poco, jejeje. Es la primera entrega de algo que aún no sé en qué se convertirá. Es una historia ficticia, pero no sé si alguien antes lo ha hecho por aquí. Lo publicaré por capítulos en mi web particular, pero ésta al menos quiero compartirla con vosotros. Todo depende de su aceptación. No me enrrollo más, el que tenga ganas, que se entretenga leyendo. 
Capítulo 1. Tan solo cuatro horas.
Veintisiete mil pesetas y dos noches sin dormir fueron el precio de su falta de experiencia, la última vez que con nocturnidad decidió salir con el Mitsubishi sin el consentimiento de su padre. El exceso de euforia a la salida de una horquilla acabó con el frontal del coche hundido en la maleza y las ruedas traseras patinando en un barrizal para intentar sacarlo marcha atrás.
Tuvo suerte, el mecánico lo advertía, aquella mañana de jueves en que se presentó en la puerta del taller a la hora de abrir. De haberse salido por el exterior de la curva no estaría tratando de arreglar con urgencia un paragolpes descuadrado. Rafael aterrizaría al día siguiente, regresando de un congreso en Dublín, y el coche debía estar en el garaje, intacto.
- Llévatelo si quieres para recoger a Cristina de la estación y de paso lo lavas por fuera, que ahí guardado coge mucho polvo. Y ten mucho cuidado.-Rafa señalaba con la mirada hacia las llaves, que colgaban junto a la puerta-.
Las últimas cuatro palabras retumbaron en su conciencia como un martillo pilón. Sebas sabía que aquel gesto de generosidad de su padre era fruto del cariño que tenía hacia su novia, y de la ilusión que le hacía de pequeña subirse al "coche rojo de los faritos", como ella lo llamaba, las ocasiones en que el trabajo le permitía salir antes de tiempo y los pasaba a recoger a la salida del colegio. Era siempre una sorpresa verlo allí fuera aparcado, con todos los compañeros de clase mirando.
-Gracias, papá. -dijo Sebas, arqueando las cejas con un claro signo de sorpresa-.
Ahora Cris vivía a 100 kilómetros de casa y todos los viernes después de salir de la universidad tomaba un cercanías de media tarde para pasar el fin de semana en familia. Y con Sebas. Siempre que él podía, iba a recogerla en su Talbot Samba, el viejo mártir que habría de sufrir las inclemencias de un novel al volante. Había sido de su madre, un regalo del abuelo cuando ella acabó la carrera allá por el año 81. Por aquel entonces era algo más sofisticado que los habituales Seat 127 y Renault 5 y, aunque achacoso, aún conservaba la pintura original y un estado digno de decente antigüedad.
Pasaban diez minutos de las cinco de la tarde y Cris había llamado a casa para avisar de que cogería el tren de las ocho y media porque se iba a quedar con Silvia grabando cintas de Alejandro Sanz, hasta que los padres la acercasen a la estación. Aquel 7 de noviembre estaba siendo un día soleado de otoño y las carreteras estarían secas. En apenas hora y media oscurecería y Sebas sabía que por la noche el tramo de subida a la aldea de su primo Nicolás era perfecto para recorrerlo un viernes por la tarde. Con suerte Rafael no recordaría la cifra que marcaba la última vez que salió con el coche, y 200 kilómetros más en el odómetro no los notaría. Tenía algo más de cuatro horas por delante para volver a enfrentarse a la carretera que tantas veces había recorrido en el asiento de atrás del Mercedes 300 24V de la familia, y otras tantas de acompañante, desde el primer día que su estatura lo permitió, cuando él y su padre se escapaban con la excusa de ir a ver a sus tíos al pueblo. Ambos sabían que era la coartada perfecta para poder disfrutar del Mitsubishi sin tener que escuchar a mamá protestando por la velocidad en el asiento derecho. Un acuerdo tácito de silencio cómplice. Uno de esos recuerdos de infancia tan especiales que Sebastián guardaba en su memoria con nitidez.
Aquellos días de finales del 97 estaban siendo para Sebastián un estímulo constante de nuevas experiencias. Muchas dulces, algunas amargas, como la de tener a Cris, su amiga de la infancia y novia desde los 16 años, lejos de casa entre semana, por su empeño en estudiar posiblemente la única carrera que no se impartía en la ciudad. Él también estaba descubriendo las mieles del mundo universitario tras dos meses de curso. Esta nueva etapa de su vida estaba siendo mucho más excitante desde que pocos meses antes de la selectividad obtuviese el carnet de conducir a los pocos días de cumplir la mayoría de edad. Sabía que su destino era aprender a desenvolverse en el tráfico con el Samba aunque se obcecase en heredar algo mejor que el coche que su madre, metódica y prudente, había conservado para aquel momento.
Desde hacía cuatro años Marina conducía un Honda Civic que en ocasiones también le prestaba, y el Talbot había quedado como el coche de los recados, socorrido y siempre a mano, aparcado en la calle tras su destierro por no caber en el garaje. No era ni mucho menos un descrédito tener aquel Talbot cuando la gran mayoría de sus compañeros iban a clase en autobús, pero sabiendo que el Mitsubishi hacía dos años que apenas se arrancaba desde que su padre ascendió en el cargo y empezó a viajar más de lo habitual, no podía dejar de sentir cierta impotencia ante la injusta crueldad de sus inexpertos dieciocho años.
Cogió las llaves, y con el leve temor de volver a repetir la heróica salida de carretera en la mente y un sudor frío en las palmas de las manos, se dirigió al garaje con la misma solemnidad con la que los toreros cumplen un ritual antes de salir al ruedo. Le faltó persignarse, aunque mentalmente hizo el gesto con la cabeza, mientras apretaba el puño de la mano derecha, que instintivamente quiso levantar con el pulgar erguido. De haber sabido que esa tarde podría conducirlo, no hubiese puesto a lavar las viejas Reebok de diario. Eran su amuleto particular a la hora de afrontar situaciones especiales. Los días de examen eran sagrados. El simple hecho de llevarlas puestas le infundían una seguridad extra en sí mismo. Como si aquella forma tan familiar de acomodarse al pie le hicieran pisar más firme en el mundo.
- ¡Bah, me las pongo! - pensó mientras daba media vuelta y las rescataba del cuarto de lavado.
Cuando cruzó la puerta del garaje no pudo evitar sonreir amortiguadamente, apretando los labios, como quien contiene una emoción intensa. Aquel Mitsubishi Starion de color rojo que su padre estrenase a finales del 86 era una de las poquísimas unidades que llegaron a la Península bajo pedido expreso, tras un viaje a las Islas Canarias celebrando su octavo aniversario. Rafael y Marina se casaron muy jóvenes, a mediados del 78, él recién licenciado y ella en su tercer año de carrera, encinta y casi a regañadientes pero con el consentimiento a última hora de sus padres, que no obstante, apreciaban y querían a Rafa como si fuese un hijo. Sebastián llegó en Marzo del año siguiente y desde el primer día que tuvo un juguete entre sus manos, éste llevaba ruedas.
Ya nunca abandonó esa afición, que creció y creció a la par que su padre ascendía en posición social y estrenaba un flamante Saab 900 Turbo cuando lo más rápido que rodaba por la ciudad apenas superaba los 80 caballos de potencia. Ya con siete años, cuando su atención se centraba en asomarse al cristal delantero de los coches aparcados para ver el límite que marcaba el velocímetro, una tarde parecida de otoño, ya oscurecido, salía corriendo a asomarse al balcón del antiguo piso donde vivían. Su padre tocaba el claxon desde la calle, parado antes de bajar por la rampa del sótano, saludando desde la ventanilla de un flamante coche rojo que hasta entonces Sebas desconocía, con unos faros que asomaban entrecortando la leve calígine.
Se quedó observándolo desde lejos, adivinando los rasgos tras la silueta que dibujaba la tenue luz vertida por la ventana. Abrió la puerta y el familiar olor a vinilo y cuero despertó sus sentidos. Siempre le sucedía. Hacía memoria de aquella tarde del 86, sentado en las rodillas de su padre, girando el suave volante de piel como había visto a los pilotos en televisión, tocando todos los botones. Los vecinos se asomaban, curiosos. La sonrisa partícipe de Rafael, que se afanaba por convencer a Marina de que ese coche no era tan rápido como aparentaba. Ella entornaba los ojos, incrédula. El gusanillo de la curiosidad le picaba por dentro. Ahora Sebas sonreía con franqueza, sabiendo que por unas horas, por tan solo cuatro horas, serían totalmente libres. Él, su Starion y la carretera.
Todo había dejado de importar ese día. Incluso el hecho de que Cris llegase más tarde que de costumbre, aunque ansiaba con idéntica impaciencia el momento de recorrer con ella las calles de la ciudad, deambulando sin rumbo sólo para prolongar el tiempo que pasaban juntos. Reflejando en los escaparates la angulosa silueta de los ochenta. Nunca le había gustado llamar la atención, pero era inevitable suscitar miradas de curiosidad en los semáforos, o que algún niño pequeño se fijase en sus faros escamoteables, aquella moda tan atractiva que comenzaba a desaparecer de las portadas de sus revistas.
- No es momento de nostalgia, Sebas. Arranca. - Sus pensamientos se reordenaban por un instante.
El billete de 2000 pesetas que su padre había dejado esa mañana junto a las gafas de sol no iban a ser suficientes para la escapada. La ocasión bien merecía apurar un poco la asignación mensual aunque fuese a costa de renunciar a una sesión de cine a final de mes. Cristina podría entenderlo, o no. -Seguro que lo entenderá, ella me conoce-, pensó. Eran ese tipo de ideas que atravesaban su mente un instante para pasar al cajón de las cosas insignificantes. Quería quemar gasolina y la única realidad que importaba era que nada lo impedía. Nada excepto el miedo. El Starion le causaba mucho respeto. Era el coche en el que había vivido las mejores experiencias junto a su padre mientras crecía. Sabía que la potencia excedía a su pericia al volante. Éste no era como el ruidoso motorcito del Talbot, que a duras penas en cuarta alcanzaba los 150 cuando no tenía comtemplación.
La conciencia hizo ejercicios de convencimiento y Sebas puso la llave en el contacto, girándola sólo un poco. Los testigos luminosos parpaderon, la bomba de gasolina despertó de su letargo con el característico zumbido. Un cuarto de vuelta más y el motor se puso en marcha inundando el garaje con un gutural ronroneo. Apenas había filtros entre las válvulas de escape y el exterior. El retumbar de las paredes acrecentaba la emoción de Sebas por sentir el poderío mecánico desde el asiento. El motor longitudinal generaba un leve cabeceo que se transmitía al acelerar al resto de la carrocería. Tantas veces al día soñaba con esos breves instantes en que lo conducía...
La luz crepúscular de aquella tarde de otoño era preámbulo de buenas sensaciones. La puerta del garaje se abrió y el contraste con la oscuridad se acrecentó allí sentado, vislumbrando desde el interior del coche. Asomaron al final del largo capó los dos faros cuadrados, perfilando al trasluz una silueta ya conocida. Aún en la penumbra del garaje, el momento alcanzó a emocionar a Sebas por lo estético, lo puro que resultaba. Engranó primera y el arbol de transmisión, como una médula espinal mecánica, envió un impulso de potencia que se transmitió al interior con una vibración casi orgánica. Con el ralentí aún alto del motor frío, el eco del escape resonó en el silencio de la urbanización mientras las luces traseras del Mitsubishi se perdían al final de la calle...

Capítulo 1. Tan solo cuatro horas.
Veintisiete mil pesetas y dos noches sin dormir fueron el precio de su falta de experiencia, la última vez que con nocturnidad decidió salir con el Mitsubishi sin el consentimiento de su padre. El exceso de euforia a la salida de una horquilla acabó con el frontal del coche hundido en la maleza y las ruedas traseras patinando en un barrizal para intentar sacarlo marcha atrás.
Tuvo suerte, el mecánico lo advertía, aquella mañana de jueves en que se presentó en la puerta del taller a la hora de abrir. De haberse salido por el exterior de la curva no estaría tratando de arreglar con urgencia un paragolpes descuadrado. Rafael aterrizaría al día siguiente, regresando de un congreso en Dublín, y el coche debía estar en el garaje, intacto.
- Llévatelo si quieres para recoger a Cristina de la estación y de paso lo lavas por fuera, que ahí guardado coge mucho polvo. Y ten mucho cuidado.-Rafa señalaba con la mirada hacia las llaves, que colgaban junto a la puerta-.
Las últimas cuatro palabras retumbaron en su conciencia como un martillo pilón. Sebas sabía que aquel gesto de generosidad de su padre era fruto del cariño que tenía hacia su novia, y de la ilusión que le hacía de pequeña subirse al "coche rojo de los faritos", como ella lo llamaba, las ocasiones en que el trabajo le permitía salir antes de tiempo y los pasaba a recoger a la salida del colegio. Era siempre una sorpresa verlo allí fuera aparcado, con todos los compañeros de clase mirando.
-Gracias, papá. -dijo Sebas, arqueando las cejas con un claro signo de sorpresa-.
Ahora Cris vivía a 100 kilómetros de casa y todos los viernes después de salir de la universidad tomaba un cercanías de media tarde para pasar el fin de semana en familia. Y con Sebas. Siempre que él podía, iba a recogerla en su Talbot Samba, el viejo mártir que habría de sufrir las inclemencias de un novel al volante. Había sido de su madre, un regalo del abuelo cuando ella acabó la carrera allá por el año 81. Por aquel entonces era algo más sofisticado que los habituales Seat 127 y Renault 5 y, aunque achacoso, aún conservaba la pintura original y un estado digno de decente antigüedad.
Pasaban diez minutos de las cinco de la tarde y Cris había llamado a casa para avisar de que cogería el tren de las ocho y media porque se iba a quedar con Silvia grabando cintas de Alejandro Sanz, hasta que los padres la acercasen a la estación. Aquel 7 de noviembre estaba siendo un día soleado de otoño y las carreteras estarían secas. En apenas hora y media oscurecería y Sebas sabía que por la noche el tramo de subida a la aldea de su primo Nicolás era perfecto para recorrerlo un viernes por la tarde. Con suerte Rafael no recordaría la cifra que marcaba la última vez que salió con el coche, y 200 kilómetros más en el odómetro no los notaría. Tenía algo más de cuatro horas por delante para volver a enfrentarse a la carretera que tantas veces había recorrido en el asiento de atrás del Mercedes 300 24V de la familia, y otras tantas de acompañante, desde el primer día que su estatura lo permitió, cuando él y su padre se escapaban con la excusa de ir a ver a sus tíos al pueblo. Ambos sabían que era la coartada perfecta para poder disfrutar del Mitsubishi sin tener que escuchar a mamá protestando por la velocidad en el asiento derecho. Un acuerdo tácito de silencio cómplice. Uno de esos recuerdos de infancia tan especiales que Sebastián guardaba en su memoria con nitidez.
Aquellos días de finales del 97 estaban siendo para Sebastián un estímulo constante de nuevas experiencias. Muchas dulces, algunas amargas, como la de tener a Cris, su amiga de la infancia y novia desde los 16 años, lejos de casa entre semana, por su empeño en estudiar posiblemente la única carrera que no se impartía en la ciudad. Él también estaba descubriendo las mieles del mundo universitario tras dos meses de curso. Esta nueva etapa de su vida estaba siendo mucho más excitante desde que pocos meses antes de la selectividad obtuviese el carnet de conducir a los pocos días de cumplir la mayoría de edad. Sabía que su destino era aprender a desenvolverse en el tráfico con el Samba aunque se obcecase en heredar algo mejor que el coche que su madre, metódica y prudente, había conservado para aquel momento.
Desde hacía cuatro años Marina conducía un Honda Civic que en ocasiones también le prestaba, y el Talbot había quedado como el coche de los recados, socorrido y siempre a mano, aparcado en la calle tras su destierro por no caber en el garaje. No era ni mucho menos un descrédito tener aquel Talbot cuando la gran mayoría de sus compañeros iban a clase en autobús, pero sabiendo que el Mitsubishi hacía dos años que apenas se arrancaba desde que su padre ascendió en el cargo y empezó a viajar más de lo habitual, no podía dejar de sentir cierta impotencia ante la injusta crueldad de sus inexpertos dieciocho años.
Cogió las llaves, y con el leve temor de volver a repetir la heróica salida de carretera en la mente y un sudor frío en las palmas de las manos, se dirigió al garaje con la misma solemnidad con la que los toreros cumplen un ritual antes de salir al ruedo. Le faltó persignarse, aunque mentalmente hizo el gesto con la cabeza, mientras apretaba el puño de la mano derecha, que instintivamente quiso levantar con el pulgar erguido. De haber sabido que esa tarde podría conducirlo, no hubiese puesto a lavar las viejas Reebok de diario. Eran su amuleto particular a la hora de afrontar situaciones especiales. Los días de examen eran sagrados. El simple hecho de llevarlas puestas le infundían una seguridad extra en sí mismo. Como si aquella forma tan familiar de acomodarse al pie le hicieran pisar más firme en el mundo.
- ¡Bah, me las pongo! - pensó mientras daba media vuelta y las rescataba del cuarto de lavado.
Cuando cruzó la puerta del garaje no pudo evitar sonreir amortiguadamente, apretando los labios, como quien contiene una emoción intensa. Aquel Mitsubishi Starion de color rojo que su padre estrenase a finales del 86 era una de las poquísimas unidades que llegaron a la Península bajo pedido expreso, tras un viaje a las Islas Canarias celebrando su octavo aniversario. Rafael y Marina se casaron muy jóvenes, a mediados del 78, él recién licenciado y ella en su tercer año de carrera, encinta y casi a regañadientes pero con el consentimiento a última hora de sus padres, que no obstante, apreciaban y querían a Rafa como si fuese un hijo. Sebastián llegó en Marzo del año siguiente y desde el primer día que tuvo un juguete entre sus manos, éste llevaba ruedas.
Ya nunca abandonó esa afición, que creció y creció a la par que su padre ascendía en posición social y estrenaba un flamante Saab 900 Turbo cuando lo más rápido que rodaba por la ciudad apenas superaba los 80 caballos de potencia. Ya con siete años, cuando su atención se centraba en asomarse al cristal delantero de los coches aparcados para ver el límite que marcaba el velocímetro, una tarde parecida de otoño, ya oscurecido, salía corriendo a asomarse al balcón del antiguo piso donde vivían. Su padre tocaba el claxon desde la calle, parado antes de bajar por la rampa del sótano, saludando desde la ventanilla de un flamante coche rojo que hasta entonces Sebas desconocía, con unos faros que asomaban entrecortando la leve calígine.
Se quedó observándolo desde lejos, adivinando los rasgos tras la silueta que dibujaba la tenue luz vertida por la ventana. Abrió la puerta y el familiar olor a vinilo y cuero despertó sus sentidos. Siempre le sucedía. Hacía memoria de aquella tarde del 86, sentado en las rodillas de su padre, girando el suave volante de piel como había visto a los pilotos en televisión, tocando todos los botones. Los vecinos se asomaban, curiosos. La sonrisa partícipe de Rafael, que se afanaba por convencer a Marina de que ese coche no era tan rápido como aparentaba. Ella entornaba los ojos, incrédula. El gusanillo de la curiosidad le picaba por dentro. Ahora Sebas sonreía con franqueza, sabiendo que por unas horas, por tan solo cuatro horas, serían totalmente libres. Él, su Starion y la carretera.
Todo había dejado de importar ese día. Incluso el hecho de que Cris llegase más tarde que de costumbre, aunque ansiaba con idéntica impaciencia el momento de recorrer con ella las calles de la ciudad, deambulando sin rumbo sólo para prolongar el tiempo que pasaban juntos. Reflejando en los escaparates la angulosa silueta de los ochenta. Nunca le había gustado llamar la atención, pero era inevitable suscitar miradas de curiosidad en los semáforos, o que algún niño pequeño se fijase en sus faros escamoteables, aquella moda tan atractiva que comenzaba a desaparecer de las portadas de sus revistas.
- No es momento de nostalgia, Sebas. Arranca. - Sus pensamientos se reordenaban por un instante.
El billete de 2000 pesetas que su padre había dejado esa mañana junto a las gafas de sol no iban a ser suficientes para la escapada. La ocasión bien merecía apurar un poco la asignación mensual aunque fuese a costa de renunciar a una sesión de cine a final de mes. Cristina podría entenderlo, o no. -Seguro que lo entenderá, ella me conoce-, pensó. Eran ese tipo de ideas que atravesaban su mente un instante para pasar al cajón de las cosas insignificantes. Quería quemar gasolina y la única realidad que importaba era que nada lo impedía. Nada excepto el miedo. El Starion le causaba mucho respeto. Era el coche en el que había vivido las mejores experiencias junto a su padre mientras crecía. Sabía que la potencia excedía a su pericia al volante. Éste no era como el ruidoso motorcito del Talbot, que a duras penas en cuarta alcanzaba los 150 cuando no tenía comtemplación.
La conciencia hizo ejercicios de convencimiento y Sebas puso la llave en el contacto, girándola sólo un poco. Los testigos luminosos parpaderon, la bomba de gasolina despertó de su letargo con el característico zumbido. Un cuarto de vuelta más y el motor se puso en marcha inundando el garaje con un gutural ronroneo. Apenas había filtros entre las válvulas de escape y el exterior. El retumbar de las paredes acrecentaba la emoción de Sebas por sentir el poderío mecánico desde el asiento. El motor longitudinal generaba un leve cabeceo que se transmitía al acelerar al resto de la carrocería. Tantas veces al día soñaba con esos breves instantes en que lo conducía...

La luz crepúscular de aquella tarde de otoño era preámbulo de buenas sensaciones. La puerta del garaje se abrió y el contraste con la oscuridad se acrecentó allí sentado, vislumbrando desde el interior del coche. Asomaron al final del largo capó los dos faros cuadrados, perfilando al trasluz una silueta ya conocida. Aún en la penumbra del garaje, el momento alcanzó a emocionar a Sebas por lo estético, lo puro que resultaba. Engranó primera y el arbol de transmisión, como una médula espinal mecánica, envió un impulso de potencia que se transmitió al interior con una vibración casi orgánica. Con el ralentí aún alto del motor frío, el eco del escape resonó en el silencio de la urbanización mientras las luces traseras del Mitsubishi se perdían al final de la calle...
Última edición: