Historia de José Luis, 25 años con esclerosis múltiple: "Lo peor es comprobar cómo esclavizas a tu pareja"
Tiene 60 años, ya solo mueve el meñique izquierdo y todavía da clases de escultura en Bellas Artes. Lo cuenta en su libro
La vida que no he vivido. Sobre su patología, que se ha duplicado en dos décadas, dice: "La enfermedad me ha hecho más humilde"
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Actualizado Miércoles, 15 mayo 2024 - 22:47
No es que fuera un Sansón, pero movía pesadas piedras con las manos. No es que fuera el Geppetto de Pinocho, pero de su imaginación salían unas tallas asombrosas. No es que fuera Vulcano, pero domeñaba los hierros que esculpía.
Por eso fue tan llamativo observar cómo la enfermedad fue reduciendo poco a poco a aquel profesor de
Escultura de Bellas Artes que pintaba bastante fuerte, cómo lo fue haciendo chiquitito, le quitó los superpoderes y le fue anudando los brazos.
Se llama
José Luis Gutiérrez y tiene 60 años. Pero desde 1998 se apellida Esclerosis Múltiple.
Hoy solo mueve el dedo meñique de la mano izquierda.
Toda la dignidad de un hombre, toda su fortaleza, toda su esperanza, toda su alegría, todos sus planes, caben ahí, en las tres falanges de un dedo que se niega a rendirse, que se yergue como una bandera ante la invasión de la enfermedad.
Entonces esta es la
crónica de un dedo rebelde. Y de una voluntad hercúlea. Y sobre todo es la crónica de un hombre que, cada mañana, nada más levantarse, le echa un descomunal pulso al mundo.
Antes de la patología, estaba el hombre hiperactivo. Todo era movimiento.
En lo personal -y después de los tres abortos de Aurora, su esposa-, el matrimonio ya había iniciado el proceso de adopción en la India de sus dos primeras hijas (hoy tiene cuatro).
En lo profesional,
daba clases de Dibujo en Secundaria, era profesor asociado en la Complutense, amasaba la materia en su propia taller de escultura... Cuando llegabas a un sitio, José Luis ya se había ido. Era el barro que nunca se acababa de secar.
Y entonces se pone a pintar las habitaciones de las niñas que venían de camino de color naranja azafrán y ocurre algo.
«Ya nos habíamos comprado el piso en Pinto y me puse a darle una mano de pintura a las habitaciones... En un momento determinado, al levantar el rodillo para llegar a la parte de arriba, noté
una flojera extraña en el brazo derecho. Y eso que yo estaba fuerte, eh... Aquello se sumaba a la visión borrosa de un ojo que llevaba arrastrando y decidí ir al médico de familia».
Todo se acelera. Una cita con el neurólogo. Una resonancia magnética. Un resultado concluyente. Un diagnóstico que escucha pasmado y sentado el 17 de junio de 1998.
No ha cumplido todavía 35 años.
Como internet no se ha popularizado en España, José Luis sale de la consulta asustado para ir a la Casa del Libro a comprarse dos obras que hablan de la enfermedad. Las empieza a leer. Hay párrafos como precipicios. No puede acabarlos. Cierra los libros y cierra los ojos.
Así empieza una escalera de caracol que solo lo lleva hacia abajo, que lo aspira a lo más hondo, que lo deconstruye poco a poco.
«Los primeros meses estaba asintomático.
Salía a correr porque quería seguir llevando una vida normal. Me caía bastante. Y más que el daño físico de las caídas absurdas, estaba el daño psicológico. Crecía que era terapéutico hacer ejercicio, pero la enfermedad es obstinada... Perdía fuerza y precisión dando clases. Yo no quise hacerlo público, porque mi situación laboral era muy precaria como profesor asociado. Solo cuando obtuve la plaza, lo hice público. Y lo hice de la manera más sencilla: al día siguiente, llevé un bastón».
Lo único bueno de la enfermedad, dice, es que su avance es muy lento. Y que esa velocidad de tortuga hace que te dé tiempo a adaptarte, a construir tus parapetos, a buscar modos de seguir adelante.
Empieza con un bastón en la Complutense.
Y, dos años después, al bastón le siguen unas muletas. Y, dos años más tarde, a las muletas le sigue una silla de ruedas normal. Y, un poco más adelante, a la silla de ruedas normal
le sigue una silla de ruedas eléctrica con un joystick delante para que lo maneje José Luis. Y desde hace poco: una silla con el joystick detrás para que lo maneje el que va tras el enfermo.
Pero regresemos al momento en que el diagnóstico todavía está reciente.
Un buen día, al principio de todo esto, su mujer sopesa aquellos dos libros que José Luis acaba de comprar y que, más que enseñarle a llevar la enfermedad,
dinamitan al enfermo. Se deshace de ellos. A la mierda los libros. Y se pone un delantal.
(...)
Lo que están leyendo y lo que van a leer -si es que acaso se quedan hasta el final del reportaje para saber quién corta el bacalao aquí- está escrito (dictado) en
La vida que no he vivido (Ed. Kailas), que sale a la venta hoy pero que se viene fraguando desde hace 25 años, los que lleva José Luis encerrado dentro del mal.
«Solamente el dedo meñique de mi mano izquierda es capaz de mover, aunque torpemente, el cursor», escribe hoy. «Es el único soldado
que aún resiste ante la ofensiva paralizante que el ejército invasor extiende día a día hacia todas la regiones de mi cuerpo sin mostrar el más mínimo respeto hacia los derechos fundamentales de este ser humano».
"Si te soy sincero, y lo quiero ser, la enfermedad me ha derrumbado la vida que tenía programada"
José Luis Gutiérrez
Desde el hombre que no para quieto hasta el que sólo puede mover un dedo, hay toda una asunción de la derrota, una trinchera que cada vez cede más terreno, la crónica de una rendición inevitable.
José Luis reconoce que, al principio, cuando no se resignaba a lo que le estaba pasando (esa misma enfermedad que cada año recluta a
4,2 personas por cada 100.000 habitantes en España; esa patología que se ha duplicado en dos décadas; la segunda causa de discapacidad en jóvenes tras los accidentes de tráfico) vivía con una frustración asfixiante: «Acudía al taller... Cuando llevaba un rato con el mazo en la mano derecha, perdía toda precisión y me enfadaba conmigo mismo, como si yo fuese el culpable... Entonces, lo tiraba todo por el suelo y me marchaba disgustado».
Esa imagen de todo revuelto. De todo destrozado. De mobiliario roto. De rabia y añicos.
Los pedazos del desastre
los fue pegando con el tiempo. Y en la historia del profesor universitario que todavía sigue dando clases, hoy anida el ejemplo del animal que se sabe acorralado desde hace mucho, pero que no se deja cazar.
«Si te soy sincero, y lo quiero ser, la enfermedad me ha derrumbado la vida que tenía programada... Por eso, cada vez que la esclerosis me ha cerrado una puerta,
yo he abierto otra. Sabiendo -claro- que esa me la acabará cerrando también».
Solo así se explica que el hombre al que el cuerpo le iba prohibiendo el paso se buscara otros modos de saltarse la valla.
Están sus proyectos de cooperación en India, Nepal y Ecuador entre 2004 y 2017, hasta que no pudo más. Está el profesor que no podía dar clases prácticas y que ahora las da teóricas dos horas a la semana. E
stá el escultor que luego se hizo pintor porque ese arte requería levantar menos peso. Está el pintor que se ha hecho escritor porque, para todo esto que leen, le basta con hablarle a un micrófono negro.
Para contar la vida que no ha vivido.
(...)
Se llamaba
María José Carrasco, tenía esclerosis múltiple como él y -ante la ausencia de una ley de eutanasia- se quitó la vida en abril de 2019 con la ayuda de Ángel, su esposo.
«Ángel preparó la sustancia letal, pero también grabó el momento en un vídeo en el que preguntaba a María José tres veces si quería tomarla; ante su reiterado asentimiento se la acercó y ella la bebió sorbiendo con una pajita».
El libro está dedicado a ellos dos.
«Lo peor es comprobar cómo esclavizas a tu pareja», nos cuenta. Y cita a Ángel de nuevo mientras señala con los ojos a Aurora, que anda trasteando en la cocina: «Él se había visto obligado a pedir una excedencia laboral en 1999 para dedicarse íntegramente a ella, y lo hizo con entrega plena y absoluta durante los siguiente 20 años... Como Aurora».
-Claro que la enfermedad tiene su lado bueno -nos dice de un modo inesperado y nos sorprende.
-El qué.
-Por ejemplo,
desambicionar cosas te da un gran sentido de la realidad. La enfermedad me ha hecho más humilde.
Nos lo cuenta José Luis un poco inclinado hacia delante, mientras sorbe su café con una pajita metálica en un extraño equilibrio: una taza apoyada sobre otra taza. Se van a caer, pensamos.
La taza humeante reposa sobre una taza idéntica colocada boca abajo en la base, para que nuestro hombre alcance. Se van a caer, seguimos pensando.
Igual que pasa en esas torres humanas que se hacen en el Levante, uno piensa que se van a caer. Pero no.
-
Me va a reñir mi mujer, ya verás tú.
-¿Y eso?
-Cuando le pida un tercer café después de comer -sonríe lo mismo que si estuviera haciendo una travesura-. No debería tomar más de dos al día. Pero sí.
«Lo más difícil es asumir que el proceso degenerativo no ha parado. Y que, aunque ahora hable contigo o lea, puede que pasado un tiempo ya no pueda hacerlo», prosigue.
«Ahora la dependencia es absoluta. No hay nada que yo pueda hacer por mí mismo. Me levantan a las nueve, me dan el desayuno, me sitúan frente al ordenador... Casi me cuesta menos decirte lo que puedo hacer yo solo: dar clase, hablar contigo, leer».
Lo hace de un modo compulsivo: novelas, ensayos, libros de texto... Hasta ocho o 10 horas al día.
Aquella jornada en que le invitaron a hablar en un congreso de la Asociación de Esclerosis Múltiple de Madrid, acababa de terminar una obra del filósofo Gabriel Albiac. «No sabía qué contarles y me puse a hablar de lo leído. De que el autor había adoptado hijos como nosotros y que, en una carta, les decía: 'Así pues, nacemos, crecemos y, mucho antes de morir, ya estamos muertos'. Intenté averiguar el sentido de esa frase y creo que lo encontré:
Albiac es admirador de Peter Pan. Él se refería a que, en el proceso de crecer, vamos renunciando los sueños infantiles, a nuestros anhelos, y que, a medida que lo hacemos vamos muriendo. Le dije al auditorio que no deberíamos permitir que esta enfermedad nos matase antes de morir».
Otro libro que cita:
La Metamorfosis de Kafka.
-¿Por qué?
-La transformación de Gregorio Samsa de ser humano en cucaracha cambia sus relaciones con el entorno. Eso lo viví yo. Mucha gente no me vio igual. Muchos desaparecieron.
La esclerosis hizo que se distanciaran más de mí.
«Y hay días en que tengo sueños», nos cuenta como quien escribe. «Y en mis sueños, camino. Incluso corro. O nado. Al despertarme hago un esfuerzo por recordar lo soñado. Y quedarme en ese limbo, con los ojos cerrados, un rato más, allí, en el pasado».
(...)
La habitación de matrimonio es una especie de
Nautilus donde José Luis se sumerge hasta lo más profundo de una pantalla. Solo que, en vez de fondos abisales y de monstruos con antenas, aquí hay mucha luz natural.
Está la cama:
cada día la mujer y los hijos se van turnando para acompañarlo. Sus crisis espásticas impiden dormir a cualquiera y a él mismo.
Está su secretaria: un micrófono al que le dicta y que está conectado al ordenador, donde ha instalado un programa de reconocimiento de voz.
Está un espejo pequeño y redondo de tocador:
«Un día me vi en el espejo del ascensor y me llamó la atención mi aspecto... Me paso tanto tiempo delante de la pantalla, que me puse un espejo al lado, para mirarme de vez en cuando».
Está su libro: «El día en que me lo trajeron, le pedí a Aurora que me lo pusiera delante de las narices, para oler la tinta y el papel. Ese recuerdo de un mundo antiguo...».
"No deberíamos permitir que esta enfermedad nos mate antes de morir"
José Luis Gutiérrez
En
La vida que no he vivido también podría escribir su propio capítulo
Aurora. Porque -después del diagnóstico- hubo toda una vida que la esposa decidió no vivir. Dejó su empleo en una empresa de serigrafía en 2002 para cuidarlo. Aparcó sus ambiciones. Y antes viajaba mucho y ya no. Y antes hacía muchos planes y ahora menos. Y antes tenía un empleo fuera de casa y ahora lo tiene de puertas adentro.
Aurora es la que mueve los hilos del muñeco roto que es José Luis: todo lo que hay delante -el hombre aseado, su barba recortada, su ropa planchada- es por ella.
Ella es las manos del marido. Y las piernas. Y la cuchara que avanza con pulso firme hacia su boca. Y el peine que avienta sus malos pensamientos. Y la esponja que restriega el cuerpo inerte e inerme. Y la almohada. Y el beso en la frente. Y la última caricia del día. Aurora es la escultora que cada mañana apuntala al escultor.
Aquí viene ella de hacer unas albóndigas en la cocina con un delantal azul en el que se lee: «En esta casa yo corto el bacalao».
Y es verdad eso. Corta el bacalao. Y parte la pana. Y pone los puntos sobre la íes. Y sostiene al adolescente del que se enamoró con 17 años.
«Decidí renunciar a todo por él. La verdad es que no tengo vida», concede. «Levantarle y asearle, lavarle los dientes, vestirlo... Solo eso puede llevarme una hora y media», añade sin paños calientes. «Pero, a pesar de todo, te digo una cosa: en esta casa hay alegría porque no dejamos que todo lo ocupe la enfermedad».
-Cuando leí el final del libro, le dije que si estaba tonto -sonríe la mujer-.
-¿Y eso? -preguntamos.
-¿Pero tú te has leído el final?
Y lo leemos otra vez. Es un final que dice así:
«El paso del tiempo juega en mi contra y mis problemas jamás disminuirán, solo pueden aumentar, pese a lo cual me aferraré a la vida con todas mis fuerzas, pero cuando el dolor y el sufrimiento, tanto mío como de Aurora, sean ya insoportables, me queda el consuelo de que, gracias a personas como María José y Ángel, podré pulsar el botón de apagado».
-
¿Pulsar el botón de apagado? ¿Tú te crees? -se pregunta Aurora.
Y después lo mira igual que cuando tenían nada más que 17 años. «Vamos, vamos», añade como quien se persigna. La mujer que corta el bacalao le sonríe y dice que no con la cabeza:
«Me niego a eso».
Se anuda el delantal.