Harley-Davidson 11K
La primera moto de carreras de la marca yankee
Antes de que la motocicleta se convirtiera en símbolo de rebeldía o aventura, hubo una época en la que simplemente era un oficio. Un oficio para ingenieros, mecánicos y pilotos que montaban sobre óvalos de madera con el riesgo clavado en cada curva. En ese escenario nació la 11K, la máquina que definió el salto de Harley‑Davidson de fábrica de motos a fábrica de máquinas de carreras.
Construida en los albores de la Primera Guerra Mundial –aproximadamente 1914–1916–, la Harley 11K incorporó el primer motor V-twin de la marca pensado para correr. Era un bloque de unos 1000 centímetros cúbicos en ángulo de 45°, con configuración IOE –válvula de admisión arriba, escape abajo–, refrigerado por aire y diseñado para entregar potencia continua en carreras duras. Por aquel entonces, Harley ya sabía que la velocidad requería más que cilindros: requería inteligencia.
El bastidor era corto, rígido, sin suspensión trasera, y sin frenos según la carrera: en muchos circuitos no se montaban frenos. El piloto debía arrancar empujando la moto a mano, enganchar la marcha y cruzar los óvalos de madera con el cuerpo en tensión. Esa 11K no estaba hecha para cruceros tranquilos, sino para volar de lado y aferrarse al manillar.
La denominación “11K” proviene de la designación interna de Harley: 11 hp de caja K, aunque las versiones de pista alcanzaban cifras muy por encima. Y “K” significaba “flat tank” en su catálogo, una pista más de su diseño de competición. Esa nomenclatura, ya casi técnica, habla del lenguaje de fábrica que se volvió leyenda.
En su tiempo, la 11K estableció una reputación formidable en los óvalos americanos de madera. Era la máquina que los aspirantes querían, y que los expertos admiraban. Porque la Harley-Davidson 11K no solo tenía cilindrada, también era precisa, fácil de controlar; casi tenía alma. Se convirtió en pieza imprescindible del desarrollo de las motos de competición en Estados Unidos.
Hoy, encontrar una 11K es como encontrar una tarjeta de visita del motociclismo histórico. Cada detalle —el cigüeñal pulido, las cabezas IOE incluidas, el volante de inercia gigante— es un cuadro de ingeniería pura y de tiempos en los que la línea entre piloto y moto era apenas un susurro. Si la ves en persona, te das cuenta de que su belleza no está en la pintura ni en miles de dólares: está en su voluntad de ir más rápido jugándote la vida.
Porque se la jugaban. La moto apenas tiene nada de moto. El chasis tiene tubos delgados que apenas parecen capaces de soportar el motor; las ruedas casi son más propias de una bicicleta de carretera; no hay suspensión trasera; el sillín, nuevamente, recuerda a una bicicleta… Y sin embargo, con más coraje que razón y coherencia, los pilotos se lanzaban a las pistas creadas con madera y no soltaban gas hasta que había dado todas las vueltas. Era de locos.