6- Oferta de trabajo
Debido a un acto reflejo que buscaba poner fin a la pesadilla que se reproducía en mi cabeza, abrí los ojos de manera abrupta. Perdí mi mirada en el techo de la habitación mientras intentaba explicarme a mí mismo donde estaba, pues durante unos segundos mi mente no fue capaz de asimilar el nuevo escenario. Descendí con lentitud mi vista hacia la cama donde dormía Mélissa, y fue en ese instante en el que empecé a ser consciente de la situación y su gravedad. Alguien había intentado matarme. Y no, no había sido un sueño.
Aun estirado, palpé el suelo con mi mano izquierda hasta que hallé mi Tag Heuer, que se encontraba en el mismo lugar donde lo había dejado antes de acostarme, detrás de una de las patas del somier. Gracias a la creciente claridad de un nuevo día, que se colaba entre los recovecos de la persiana, pude saber que faltaban apenas unos minutos para que la manecilla del horario se posara en las siete de la mañana.
Había dormido más bien poco, y me sentía agotado, pero sabía que conciliar el sueño de nuevo sería imposible, así que decidí levantarme. Me incorporé muy despacio, en un intento de minimizar el ruido que emitía la estructura del sofá al separar mi cuerpo de ella.
—¿Michel? —El afinado sentido auditivo de Mélissa ganó la partida a mis precarias habilidades en el arte del sigilo—. ¿Te marchas? —Me preguntó aun dormida.
—No puedo dormir —Me acerqué y acaricié su frente—, así que voy a ir al apartamento a buscar ropa limpia. Tú duerme, que yo vendré luego a verte.
—¿Estás bien? —Extendió su mano izquierda para acariciar mi antebrazo con las yemas de sus dedos y detener mi paso—. Sabes que puedes explicarme lo que quieras, si te sientes mal, o… o si tienes miedo…
—No tengo miedo, Mél, de verdad. Es solo que no puedo conciliar el sueño y me agobio en la cama. Ya me conoces.
—Está bien, te creo.
—¡Claro que me crees! ¡Faltaría más! —Le hice ligeras cosquillas cerca del abdomen hasta que
suplicó clemencia.
Me metí en el baño para mudarme de vestimenta sin molestar en exceso el descanso de Mélissa. Recogí la ropa que la noche anterior había colgado de la mejor manera posible en un intento desesperado de que se secase. Pese a que estaba algo húmeda y desprendía cierto olor raro, mezcla de cloro y barbacoa, pude vestirme con ella. Me aseé y salí de nuevo a la habitación. Busqué con el mismo sigilo las llaves del coche y mis pertenencias, y me dispuse a abandonar la estancia.
—Michel —Mi nombre en los labios de Mélissa detuvo mi paso—, ve con cuidado.
—Sabes que si —Me giré para responderle—. Luego vendré a verte. Duerme, ¿de acuerdo?
Al salir, dos gendarmes diferentes a los de la jornada anterior, y conocedores de mi presencia allí, informados con total certeza por los compañeros a los que sustituían, me dieron los buenos días.
Anduve por el pasillo en dirección al ascensor. Al llegar, solicité la presencia del elevador mediante el botón y al instante las puertas se abrieron. Unos pocos segundos más fueron suficientes para alcanzar de nuevo el último nivel, donde se situaba el aparcamiento. Al salir, caminé hacía el Nissan con la mirada fija en un punto indefinido del suelo a la vez que coqueteaba con las llaves entre mis dedos, sin sacar la mano del bolsillo. Al llegar al coche, desbloqueé el seguro, abrí la puerta y me senté en el asiento. Suspiré y pensé en la pequeña mentira que le acababa de decir a Mélissa. ¿Qué si tenía miedo? Jamás había sentido tanto como hasta ahora. Me aterraba observar cómo, en el transcurso de tan solo una semana, el devenir de los acontecimientos descubría un nuevo presente tan incierto como oscuro, y que se presentaba de una manera tan fugaz que apenas había margen de reacción.
Introduje la llave en el bombín y me dispuse a arrancar, pero la acción fue abortada por el golpeteo de dos nudillos en el cristal de mi puerta. Asustado en un principio por la inesperada presencia, bajé la ventana al reconocer la silueta.
—Vaya, nunca había visto un Nissan de estos de cerca.
—Buenos días, Comisario —Saqué la llave del contacto y salí del coche.
—¿Has podido descansar, muchacho?
—Sí, he dormido algo. ¿Qué hace tan pronto aquí?
—He venido a interesarme por el estado de Mélissa —Dirigió su mano al bolsillo interior de su gabardina, sacó su paquete de Marlboro, se llevó un cigarro a la boca y me ofreció otro.
–¿A las siete y cuarto de la mañana? —Lo prendí y expulsé una bocanada de humo—. Creo que el horario de visitas empieza más tarde.
—Algunos tenemos una especie de carné
Vip —Abrió de nuevo su gabardina, y dejó entrever su placa—. He venido a verla a ella, pero antes quería verte a ti. ¿Quieres hablar?
—Que otra opción me queda.
—Vamos a desayunar.
—Preferiría no perder mucho tiempo. Quiero ir al apartamento de Saint-Laurent, y acercarme a lo que queda de la casa.
—Solo te robaré algo más de media hora.
—Quien roba a un ladrón… —Respondí con cierta desgana—. Está bien, suba.
—Vamos con mi coche mejor.
Condené de nuevo el Nissan y seguí sus pasos hasta un Mercedes-Benz E55 AMG plateado, de la generación W211, que se encontraba estacionado unas plazas más al fondo, y que supuse que era del Comisario en el momento en que los intermitentes parpadearon a la solicitud del mando a distancia.
—Buen coche —Le dije mientras subía al asiento del copiloto.
—Es fiable, es cómodo y es potente. Y lo mejor de todo es que por estos lares pasa por una discreta berlina vieja.
Guardó la llave en su bolsillo, presionó el botón de arranque situado en la palanca del cambio automático, y el V8
Kompressor cobró vida con un bronco ronroneo, minimizado al momento por el equipo de música Harman & Kardon, que empezó a reproducir
Shout de Tears for Fears.
¿Te molesta? —Me preguntó al accionar el botón del techo solar para abatirlo un par de dedos.
—Es su coche.
Salimos del recinto hospitalario y el Comisario puso rumbo a la Moyenne Corniche, que nos sirvió para llegar en apenas veinte minutos a Èze, una preciosa localidad situada en lo alto de un acantilado, a caballo entre Niza y Mónaco, y que disfrutaba de una vasta y espectacular vista panorámica de la
Côte d’Azur.
El Comisario aparcó en una de las muchas plazas disponibles en aquellas tempranas horas. Bajamos del coche y cruzamos la calle para tomar asiento en la terraza del Gascogne Café.
—Suerte que solo iba a ser media hora; ya es casi el tiempo que hemos empleado en llegar hasta aquí.
—Ya te dije que iba a ser algo más.
—¿Que van a tomar? —Una joven salió a atendernos.
—Un café con leche.
—Que sean dos —repliqué—. Bien, usted dirá.
—No me vas a tutear, ¿verdad? —Ante mi movimiento de cabeza en negación, sacó el paquete de tabaco, extrajo dos cigarros de los cuales me ofreció uno, y lo dejó en la mesa— ¿Quién crees que hay detrás de lo sucedido ayer?
—Dígamelo usted, que en eso consiste su trabajo. No me creo que todavía no lo sepan… —Esputé con cierto recochineo.
—Como es lógico, aún es pronto para averiguarlo, pero no estaba de más preguntarte, por si acaso tenías alguna ligera sospecha, quizás algún enemigo del pasado.
—No, que yo recuerde no tengo enemigos. Y Nasser está muerto —El comisario asintió con la cabeza y añadió.
—Hay doce usuarios que se han quedado sin sus coches, así que muy contentos no deben estar.
—Es un buen motivo —Empecé a vislumbrar en mi cabeza el rostro de los dueños de los dioses, intentando estrechar el cerco.
—Por otra parte, no creo que sean el tipo de personas que se mancharían las manos de sangre, y menos por un coche.
—¿Y usted que piensa?
—Ya te he dicho que todavía es pronto para sacar conclusiones. Habrá que esperar al avance de la investigación.
—¿Y ya está? ¿De eso quería hablar? Ya le he dicho que no quería perder el tiempo.
—Tranquilo, Michel. Eso solo era una pregunta sin más. El verdadero motivo es concretar tu infiltración.
—¿Mi infiltración dónde?
—En la organización de Kutznesov.
—¿Co… cómo? —No pude disimular mi cara de asombro— ¡Pero si Kutznesov está…!
—Si, Víctor está muerto. Falleció en un accidente de tráfico a bordo de un Ferrari. Habrás leído algo en los periódicos —afirmó con ironía—. Una tragedia, un chico tan joven. El alcohol y el volante no son buenos compañeros —El Comisario paladeaba con gusto cada palabra que emitía recordando el suceso que le costó la muerte a Víctor—. Y que desgracia para la hermana, perder a otro ser querido de la misma manera que perdió a su padre, Mijaíl, en la carretera —Propinó una calada al cigarro ante mi expresión de estupefacción absoluta—. Si es que tanto Vodka no puede ser bueno —Sentenció con una sarcástica sonrisa.
—Pero entonces, ¿Quién está al mando de la organización?
—Ya te lo he dicho.
—No, no me ha… ¡¿En serio?! ¡¿La hermana?
—Agatha Kutznesov. La princesa de hielo.
—¿Y porque cree que los rusos están detrás de los robos?
—Solo por el historial delictivo que les precede no tendría la menor duda. Pero si nos remontamos a los hechos acaecidos en La Turbie años atrás…, creo que no hace falta ser más explícito, ¿no es así? —Asentí sin parpadear.
—¿Interrogaron a los hombres de Nasser?
—Créeme que si —Una muesca de cruel satisfacción se dibujó en su cara—. Todos coincidieron en que los coches deberían estar en Levens, y que hasta que Zeus no entrase en el olimpo no sabían cuál era el siguiente paso.
—¿Cree que es verdad? ¿No tendría Nasser algún topo?
—Nasser siempre fue muy desconfiado, pero claro, si quieres robar a gran escala necesitas un equipo humano para mover todo el material. Así que seleccionaba muy bien quien trabajaba para él.
—Pues parece ser que no acertó con Víctor.
—Te equivocas. Nasser ya se encargó de arreglar sus errores de juventud con los rusos. Sabía que no podía estar siempre jugando al gato y al ratón con ellos, y menos en un lugar tan pequeño como es la Costa Azul. Así que les pidió perdón por la estafa cometida tiempo atrás. No por la muerte de Mijaíl, era demasiado orgulloso para ello.
—¿Y aceptaron su perdón?
—Si, pero con matices. Nasser abonó una importante cantidad de dinero y acordaron no molestarse en los negocios. Agatha, nunca terminó de fiarse de Nasser, por eso Víctor empezó a trabajar con él, para intentar tender algunos puentes.
—Y sesgar algunas vidas —añadí al acordarme de mi amigo Sébastien—. ¿Y cómo quiere que me infiltre? ¿Me presento en la puerta de su mansión y les dejo un currículum?
—Y una carta de presentación, con recomendaciones... —Sorbió un poco del café que acababan de servirle—. Entrar ahí no va a ser fácil. Es una organización formada casi en exclusiva por miembros de la misma familia. Son un grupo muy cerrado y hostil con los forasteros. Pero el negocio es el negocio, y les hace falta un conductor rápido ahora que Víctor no está.
—¿Entonces?
—Verás, vas a tener que volver a poner el cartel de disponible en el mercado del hampa.
—¿Quiere que robe algún coche?
—No exactamente. ¿Conoces el Jimmy’z?
—Claro, nunca he estado, pero se dónde está.
—Pues allí te espera esta noche Lázaro. Un buen amigo, y el dueño del chiringuito.
—¿Y qué tiene que ver con todo esto?
—Verás —El Comisario bajó el tono de su voz y se acercó un poco hacia mi—, Lázaro necesita un conductor para un transporte. Uno rápido. Yo ya le he pasado tu
currículum y parece ser que le ha gustado. Hazlo bien y seguro que algunas puertas se abren.
—Un transporte… —el Comisario asintió con un movimiento de cabeza—. No se que me asombra más, si la oferta o el emisor de esta —Le miré con cierta desidia.
—Si llenas la pecera de peces pequeños, no tendrás sitio para meter a los peces grandes.
—No se si me interesa tan siquiera salir de pesca.
—Pues tu libertad depende de ello.
La última afirmación puso punto final a la distendida conversación. El Comisario sacó las monedas para pagar los cafés, las dejó en el platillo que contenía el tique de la consumición. Se levantó de la mesa, extrajo su teléfono móvil y, tras comprobar un par de mensajes exclamó.
—Me vas a tener que perdonar, pero he de ir a Mónaco, así que no puedo acercarte al Hospital.
—¿Que?
—Pide un taxi —exclamó en alta voz mientras se introducía de nuevo en su berlina germana—. ¡Y cámbiate de ropa para esta noche!
Y el Mercedes se perdió en cuestión de segundos entre la serpenteante carretera.