Mi último día en la tierra;
Quien lo iba a decir. Desperté como cada mañana entre sonidos provenientes del jardín y el achuchón de la cabeza de mi perra reclamando mi atención.
Nadie puede imaginar que sea la última vez, que de un modo automático, tus ojos se habrán y tú cerebro a modo de centralita, haga el arranque del resto de tu cuerpo.
Pero es que no estamos preparados para ello. Todo el mundo nos da lecciones para vivir. Para salir hacia delante. Pero nadie te prepara para el final. Nadie te explica y hace entender, que un día será el último.
Puse mis pies en el suelo y solo alcancé una de mis zapatillas. Con el dedo gordo del pie derecho, a modo de gancho, intentaba alcanzar la otra, que se encontraba al fondo, debajo de la cama.
Margarito me miró pidiendo mi perdón. La noche anterior lo escuché mordisqueando la suela de la susodicha. Entre lametones y juegos varios, había acabado en el sitio mencionado.
Como pude me tire a por ella y de rodillas estirando a tope mi brazo, conseguí darle alcance.
Un café largo y algo de repostería basura era mi desayuno diario. Después una ristra de pastillas, aguardaban en los compartimentos de sus respectivas tabletas, esperando ser cliqueadas e ingeridas al ritmo que el agua entraba por mi boca y las empujaba al fondo de mi castigado estómago.
Antidepresivos, antiinflamatorios, protectores de estómago. Para controlar la ansiedad, mi intestino y colon...etc...Todo supuestamente para mejorar mi calidad de vida, o eso decía mi médico.
Después de tal chute, mi mente quedaba como emboriada. Mi mirada se perdía por el translúcido cristal de la ventana de la fachada. Podían pasar 10 minutos o 1 hora. No había control.
A veces no era ni siquiera consciente del trotar del reloj. Los minutos pasaban al son del bullicio cotidiano en el exterior, pero yo, no era ni siquiera capaz de percatarme de eso, tras mi “generoso” desayuno.
Salí como a las 10:00 de casa, dirección a mi ciudad natal. Hay como unos 25 kilómetros desde donde vivo, hasta el sitio en el que nací y me críe. Había quedado con un buen amigo para pasar la mañana.
Llegando ya a mi destino, sentí como un fuerte tronar en mi pecho. Mi corazón se aceleró de manera insólita y la vista por un momento se me nubló. Como pude, ladee mi vehículo y con una respiración dispareja, intenté tranquilizarme.
En ese momento, comprendí que aquello era un aviso de algo. ¿ De qué?, no lo sabía, pero unas horas después, me llevaría al fin de mi existencia.
Pase como dos horas en compañía de Mario. Hablamos de nuestros temas favoritos y tomamos un café a media mañana. Me preguntó sobre mi salud y yo como casi siempre hacia, le contesté; Viviendo, ¿ Que mas se puede pedir?...
No le referí nada sobre el hecho acaecido en el viaje hacia allí. No le di más importancia de la que le hubiera dado a cualquiera de otro de mis achaques.
Era raro el día que no sentía mi cabeza reventar. O la ansiedad me obligaba a encerrarme en cualquier sucio aseo, del lugar donde me encontrara. Simplemente otro achaque más, me dije a mi mismo.
A eso del mediodía cogí mi auto y me puse rumbo de nuevo a casa no antes de despedirme de Mario, no como hubiese deseado de saber lo que me esperaba. Le hubiera agradecido tantas cosas....
Tarde como unos 25 minutos en estar de vuelta. Abrí la puerta y como siempre, allí estaban Margarito y Tula. Eran los dos únicos seres, por los que podría haber apostado mi propia vida, en que nunca me fallarían.
Porque la lealtad, no entiende de sexos o religiones. De razas o de especies. De edades o parentescos.
Con la lealtad uno nace. Es como el tener manos o unos ojos para ver. La lealtad está ahí para hacerte saber siempre, a quien debes de querer y respetar como si de ti mismo se tratara.
Margarito y Tula lo sabían y veneraban el suelo por el que yo pisaba. No por nada de magnitud. Simplemente por haber cuidado de ellos. Haberlos alimentado como era debido y pasear con ellos un par de veces al día.
Solo necesitaban eso, para saber que tu eras de fiar. Nada más que eso. El acariciarlos de cuando en cuando, o darles un achuchon, era un premio que ellos no computaban en la cuenta de su amor hacia mi persona.
Entre a la cocina y empecé a preparar cosas para la comida. Para esas horas ya era poco lo que me quedaba, para dar por finiquitada mi vida terrenal.
Tula me olió varias veces mi pierna. La derecha en cuestión. Las varices en ella, eran prominentes y por alguna razón, mis dos fieles amigos, sabían que en ella algo no marchaba bien.
Margarito se acostó a mis pies y casi caigo de un tropezón al no percatarme de este hecho. -Cuidado!!! ¿ No ves que estás en medio ?. El pobre animal se asustó con mi grito y con ojos de lamento, reclamo mi perdón.
Yo que lo conocía como a un hijo, me di cuenta instantáneamente, de mi mala forma de actuar. Así que me agaché y pase la mano por su enorme cabeza. El empezó a menear su rabo, como si de una comba se tratara, a modo de agradecimiento.
Me dispuse a comer. Alce mi vista y el reloj, por minutos, no marcaba las 15:00. No tardé mucho en engullir un plato de pasta que había cocinado hacía un rato. Recogí la mesa y ordené la cocina.
Seguidamente me recosté en el sillón. Mis ojos se entornaban al son del run run del televisor. De repente y sin aviso alguno, mi cuerpo se estremeció. Sentí una fuerte contracción en mi pecho y casi al instante mi corazón se paró.
Mis perros ladraban sin cesar, viendo como mis ojos se ponían en blanco mientras yo intentaba coger aire, tal cual pez lo haría fuera del agua.
Caí de frente y mi cabeza chocó contra el piso. Me desmayé.
Cual sería el estruendo que armaron mis dos Angeles de la guarda, que el vecino de al lado, un poco alarmado por tan incesante estruendo, se asomó por la tapia de mi jardín, encontrándose con mi cuerpo casi sin vida, desvanecido en el suelo.
Casi dos horas después, abrí mis ojos rodeado de tubos. Varios de ellos entraban por mi nariz y boca. Dos enfermeras, danzaban alrededor de mi cama velando porque todo estuviera en orden.
En frente de mi, había una blanca pared. De ella colgaban un crucifijo y justo debajo un reloj. Como si de una premonición se tratara, pareciera que estuvieran allí, a modo de avisador de lo poco que podía quedarte.
El sonido del asistente vital, con su pitido tan característico, daba habida cuenta de que mi corazón funcionaba de nuevo, eso si, gracias a la asistencia de un trasto mecánico que bombeaba oxígeno hacia mis pulmones.
El reloj marcaba las 19:00. Llevaba allí como unas tres horas ingresado, gracias a que mi amable vecino avisara a emergencias de la situación que se vivía en el interior de mi vivienda.
Estaba allí contando hacia atrás y mi única preocupación eran mis dos compañeros peludos. Hubiera dado cualquier cosa por haberme podido despedir de ellos, aunque creo, que ellos habían intuido que algo iba mal, desde que entré por la puerta de casa.
Escuché unos pasos acercándose a la cama. Y a varias personas hablar entre sí. Solo una voz me era familiar; la de Mario.
La otra, supongo que era la del médico. Y esta última le avisaba a mi buen amigo, que el que estaba en la cama ósea se yo, estaba en el tramo final de su vida.
Note la mano de Mario coger la mía. Y como entre sollozos que ahogaban su habla, me pedía perdón por no haber estado más atento a mi y mi precaria vida en su tramo final. Yo la verdad no le reprochaba nada. Cada uno teníamos lo que nos había tocado y a mí, esa era la vida que el bombo del destino me había designado.
Volví a mirar el reloj y habían pasado como 35 minutos. No había nadie en la habitación y solo el pitido continuo y pausado de la máquina que me asistía, era lo único que se podía escuchar.
Fue en ese momento cuando por segunda vez y ya por última, mí endeble corazón, dejó de bombear. La máquina quedó en un pitido continuo y en la habitación entraron varias personas con batas blancas, para intentar reanimarme. No fue posible.
Un Mario deshecho por la situación. Un doctor intentando consolarlo. Un hermano de camino, que no llegó a tiempo y una madre, que no habían podido localizar, eran las pinceladas finales del cuadro de mi vida....
Nunca me hubiera imaginado ese final para mi persona. No por no merecerlo, o simplemente no creerlo posible. Más bien por lo escaso y acelerado de este.
Nunca se me había pasado por la cabeza, ese día fatídico. Si que había pensado en él y como sería, pero jamás pude visualizar las circunstancias y atenuantes, para llegar a él.
Ahora, desde otro lugar, hablo con halos de luz similares a mí, que me cuentan su desenlace en ese lugar llamado tierra.
Me hablan de guerras y tiros. De hambre y desidia. Yo les cuento cómo fue lo mío y que lo que más me dolió fue el no volver a ver a dos seres de cuatro patas que me brindaban a diario su lealtad, esa que pocos más pudieron darme.
De cuando en cuando, veo pasar a destellos que en su día fueron personas que conocí. Su alma negra los delata. También me dijeron, que yo estoy hospedado en el sitio donde van los seres que fueron buenos.
Hay otro lugar, el que nosotros llamábamos infierno y que aquí se conoce como “Hostal Soledad”, donde se ubican a otros que no lo fueron tanto.
El jefe del lugar no viste de blanco ni lleva barba del mismo color y de talla extra grande. Curiosamente no habla, solo hace amagos de sonido. No se por qué, me recuerda a los ladridos de mis dos amigos peludos....